La música, esa bella armonía que nos conmueve, ese grito que nos desahoga; en fin, esa sonoridad de nuestro estado de ánimo, instrumento privilegiado para enlazar con la emotividad del ser humano. ¿Por qué habríamos de mezclar este sublime arte con la inmundicia desacreditada del hacer político?
Pues por varias razones. En primer lugar, por la propia naturaleza del ser humano, que no es ni “buena” ni “mala”, sino social. Como individuos, somos lo que somos debido a una multitud de complejas interacciones, donde se mezclan multitud de planos sociales: educación, familia, posición social, interacción con otros individuos igualmente determinados, etc. Todo ello conforma nuestra personalidad y, cómo no, nuestras inquietudes, ya sean artísticas o de otra índole. Por ello, el dominio de lo social no sólo no es ajeno a nuestra individualidad, sino que sólo es través de aquél que ésta se plasma.
El propio arte, la propia música, qué son, sino ejemplos de esta verdad. Producida por individualidades, que sólo por una cuestión social acceden a la posición de artista (¿alguien se puede imaginar que, sin en lugar de haber nacido en Zamora, por ejemplo, lo hubiera hecho en el más misérrimo de los míseros poblachos somalíes, sería capaz, le habría sido posible, acceder a la posesión y el manejo de su instrumento musical?), y sólo a través de conectar con las inquietudes de una época y con unos intereses sociales pueden permanecer en dicha posición. Sólo adaptándose a la estructura de la industria y el mercado musical es como se puede prosperar en esta profesión. Pero, acaso el hecho de que el músico se haya convertido, del ideal altavoz de lo sublime y lo trascendente, a un vil empleado de tal o cual estrecho productor o dueño de sala, destinado a generar beneficios económicos, sin los cuales es simplemente arrojado al baúl de la frustración y el olvido, ¿no es esto, decimos, la mejor prueba del carácter social y de la determinación política de lo artístico? ¿Acaso no es la política otra cosa que la expresión concentrada de lo social, de su movimiento, de sus contradicciones y choques?
Otra cosa es que sea una palabra desprestigiada: la política ha quedado en manos de una mezquina e ignorante clase de tecnócratas y plumíferos oficiales y bien remunerados. No es de extrañar que el común de los mortales sienta arcadas ante la pestilente personificación de lo que hoy se acepta, se impone, como política. Y esa, precisamente, es la mejor arma desmovilizadora y despolitizadora. ¿Alguna vez, algún grupo privilegiado habrá tenido tan fácil la imposición de su dominación, cuando basta que sus víctimas vean el repulsivo rostro de su representación para que salgan espantadas y asqueadas? Y si alguno de estos dominados decide permanecer y no renegar de su condición de animal político, siempre quedará el tribunal y la jaula, o el mero ostracismo ante la trabajada indiferencia general.
Ante todo ello gritamos que es posible, que ha existido y existirá otro tipo de política, la expresión concentrada de otros intereses sociales, antagonistas a los que ahora nos dominan. Por supuesto, no obviamos la responsabilidad de eso que se llama izquierda en todo este panorama, es más, ella es su principal culpable, la que ha constreñido las grandes ideas de liberación en estrechos parlamentos e instituciones oficiales hasta conseguir desnaturalizar y desintegrar esas históricas aspiraciones. Pero abundar en ello sería alejarnos del motivo de este escrito, breve por fuerza.
Sentada la politicidad y lo social de todo lo artístico, le toca al artista, al músico, elegir, pues nuestro libre albedrío es eso, elegir entre la limitada serie de opciones que nos plantea el marco social en el que vivimos, y que concentradamente se pueden reducir a dos: utilizar este privilegiado método de fijación de ideas, que apela a nuestra subjetividad más profunda, que es la música, para el mantenimiento y el apuntalamiento del orden social establecido, del que el propio músico es prisionero, ya sea a través de su apología política directa, ya sea a través de la no menos política abstracción y huida hacia líricos mundos imaginarios; o poner su música al servicio de la total subversión del orden. Por supuesto, la subversión no es una coartada para la creatividad, y no se reduce a la explicitud literaria de las letras de las canciones, sino que puede, y debe, explorar las posibilidades que ofrece el plano más estético, el de la composición de la escena, o el propio cuestionamiento de la misma, tendente a escapar de la concepción escénica como mero lugar en el que el músico interpreta ante una multitud de sujetos pasivos que observan el espectáculo musical del mismo e impotente modo en que observan el espectáculo de su vida escapándose entre sus manos, diariamente en el curro o cada cuatro años ante una urna electoral. Es más, afirmamos que la verdadera creatividad, aunque otras intentonas en este sentido hayan sido derrotadas y reconducidas, sólo puede estar fuera de los rutinarios cauces formados y programados por la estructura del stablishment de la industria del arte. En definitiva, adaptando (para huir de su subyacente existencialismo, que inevitablemente acaba por mellar los filos subversivos) la vieja consigna dadaísta: convertir la lucha en arte y el arte en lucha para, a través de ella, convertir en arte la vida.
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